Educación sentimental para la niña de tus ojos

Raymond Queneau | Ejercicios de estilo


Raymond Queneau. Ejercicios de estilo

En Ejercicios de estilo (1947) Raymond Queneau narra un incidente trivial de 99 maneras distintas. Es uno de esos libros de imposible clasificación, una obra literaria con un fuerte componente metaliterario o tal vez “paraliterario”, como indica Antonio Fernández Ferrer en el prólogo de su excelente traducción (Ed. Cátedra, 1993).
Ejercicios de estilo es un claro ejemplo del uso de una restricción literaria (escribir 99 veces la misma historia) como un motor creativo, una de las características del movimiento OuLiPo, del que Raymond Queneau fue uno de los fundadores.

La versión titulada RELATO nos da una idea del incidente que se cuenta:
Una mañana a mediodía, junto al parque Monceau, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S (en la actualidad el 84), observé a un personaje con el cuello bastante largo que llevaba un sombrero de fieltro rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que le pisoteaba adrede cada vez que subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse sobre un sitio que había quedado libre.
Dos horas más tarde, volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare, conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.
A continuación algunos ejemplos de cómo narrar -con bastante humor- la misma historia:
RETROGRADO
Te deberías añadir un botón en el abrigo, le dice su amigo. Me lo encontré en medio de la plaza de Roma, después de haberlo dejado cuando se precipitaba con avidez sobre un asiento. Acababa de protestar por el empujón de otro viajero que, según él, le atropellaba cada vez que bajaba alguien. Este descarnado joven era portador de un sombrero ridículo. Eso ocurrió en la plataforma de un S completo aquel mediodía.

DISTINGO
Por la mañana (y no por Ana la maña) viajaba en la plataforma (pero no formaba en la vieja plata) del autobús (no confundir con el alto obús), y como estaba llena (no me como esta ballena) la masa chocaba (y no la más achochada). Entonces un jovencito (y no cito un joven) extravagante (no vago estragante) se dirigió (aunque no digirió) a un sujeto (pero no atado) pacífico (no Atlántico) enojándose (no desojándose) porque éste (no Oeste) le pisaba el pie (no le pispaba el bies).
Al cabo del rato (y no al rabo del gato) yo vi al tonto (no llovía a lo tonto) en San Lázaro (no el de Tormes) conversando con un amigo (no amigando con un converso) más meticuloso (mas no supositorio) en temas de indumento (y no mento más té hindú).

PALABRAS COMPUESTAS
Yo me platautobusformaba comultitudinariamente en un espaciotiempo luteciomeridiano vecinado con un longuícolo mocoso feiltrosombrereado y cordonotrenzón. El cual altavoceó a un tipofulano: “Usted me empujaparece.” Tras eyacular esto, se sitiolibró vorazmente. En una espaciotemporalidad posterior, volví a verlo mientras se sanlazaroestacionaba con un X que le decía: “Deberías botonsuplementar el abrigo.” Y le porquexplicaba el asunto.

NOTACIONES
En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él.
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo.” Le indica dónde (en el escote) y por qué.

AMANERADO
Eran los aledaños de un julio meridiano. El sol reinaba con todo su esplendor sobre el horizonte de múltiples ubres. El asfalto palpitaba dulcemente, exhalando ese tierno aroma de alquitrán que origina en los cancerosos ideas a la par pueriles y corrosivas sobre el origen de sus dolencias. Un autobús, de librea verde y blanca, blasonado con una enigmática S, vino a recoger, junto al parque Monceau, un pequeño pero agraciado lote de viajeros candidatos a los húmedos confines de la disolución sudorípara. En la plataforma trasera de esta obra maestra de la industria automovilística francesa contemporánea, donde se amontonaban los transbordados como sardinas en lata, un pillastre que frisaba la treintena y que llevaba, entre un cuello de una longitud cuasi serpentina y un sombrero cercado por un cordoncillo, una cabeza tan sin gracia como plúmbea, alzó la voz para lamentarse, con amargura no fingida y que parecía emanar de un frasco de genciana, o de cualquier otro líquido de propiedades semejantes, de un fenómeno consistente en empujones reiterados que, según él, tenían como causante a un cousuario presente hic et nunc de la S. T. C. R. P. y le dio a su lamento el tono agrio de un viejo vicario que se hace pellizcar el trasero en un mingitorio y que, por excepción, no le apetece en absoluto tal delicadeza y no entra por uvas. Pero, al descubrir un sitio libre, se lanza en pos de él.
Más tarde, cuando el sol había bajado ya algunos peldaños de la monumental escalera de su parada celeste, y cuando de nuevo me hacía vehicular por otro autobús de la misma línea, observé al mismo personaje descrito anteriormente moviéndose en la plaza de Roma de forma peripatética en compañía de un individuo eiusdem estofae que le daba, en esta plaza consagrada a la circulación automovilística, consejos de una elegancia tal que no iba más allá de un botón.


GUSTATIVO 
Aquel autobús tenía un sabor especial. Curioso, pero indiscutible. No todos los autobuses saben igual. Como suele decirse, pero así es. Basta con probarlo. Aquel -un S- para ser sincero, tenía un ligero sabor a cacao tostado, y no digo más. La plataforma tenía su aroma especial, a cacahuete no sólo tostado, sino, además, pisotado. A un metro setenta del suelo, una golosa, aunque allí no había ninguna, hubiese podido lamer una cosa un poco agria que era un cuello de hombre treintañero. Y veinte centímetros aún más arriba, se ofrecía un paladar refinado la exótica degustación de un galón trenzado con un ligero sabor a chocolate. A continuación degustamos el chiclé de la pelea, las castañas del cabreo, las uvas de la ira y los racimos de la amargura.
Dos horas más tarde se nos ofrecieron los postres: un botón de abrigo... una auténtica guinda...-- 


HELENISMOS
En un hiperautoceno pletórico de petreleonautas, fui mártir de un microrama en una cronía de metábasis macrotaráxica: un hipo tipo más que icosañero, con un petaso periciclado por caloplegma y un dolicotraquelo eucilíndrico, anatematizaba enfática y cacofónicamente a un efímero y anónimo morótico, que, según el prótero pseudologaba, le epitripsizaba los dípodos; mas, apenas euriscopó una cenotopia, se peristrofó para catapeltarse allí.
En una hístera cronía, lo esteticé delante del siderodrómico estatmo hagiolazárico, peripateando con un compsántropo que le simbulaba la metacínesis de un ónfalo esfintérico


NOMBRES PROPIOS
Un Domingo de Julio, tras hacer el Job esperando el Pegaso, no me encontré allí con Soledad precisamente, sino con Máximo Robustiano, un Gil Narciso nada Calisto que llevaba el Cascorro sin Jacinta. De pronto, este Carlomagno se enfadó, Severo y Bruto, pero no Clemente ni Benigno, con un Simplicio Matusalén muy Cándido e Inocencia además de Calvino, por culpa de Cayo Pisón. Pero, tras llamarle Camelia, decide ponerse Cómodo.
Dos Horacios después, cuando yo iba sentado con Plácido y Augusto, volví a ver a Goliat, junto a Lázaro, mientras Petronio le aconsejaba, Facundo y con mucho Demóstenes, que fuera a Balenciaga para añadirse a Otón.


AMPULOSO
A la hora en que comienzan a agrietarse los rosados dedos de la aurora, cabalgaba yo, cual veloz saeta, en un autobús, de imponente alzada y bovinos ojos, de la línea S, de sinuoso periplo. Advertí, con la precisión y agudeza del indio presto al combate, la presencia de un joven cuyo cuello era más largo que el de la jirafa de pies ligeros, y cuyo sombrero de fieltro hendido estaba ornado con una trenza, cual héroe de un ejercicio de estilo. La funesta Discordia de senos de hollín vino con su boca hedionda por desdén del dentífrico; la Discordia, digo, vino a inocular su maléfico virus entre este joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero, y un viajero de borroso y farináceo semblante. Aquél dirigióse a éste en los siguientes términos: “¡Oigame, malvado ser, diríase que usted me está pisoteando adrede!”. Así exclamó el joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero y fue, presto, a sentarse.
Más tarde, en la plaza de Roma, de majestuosas proporciones, reparé de nuevo en el joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero, acompañado de un camarada, árbitro de la elegancia, el cual profería esta crítica que me fue dado percibir con mi ágil oído, crítica dirigida a la indumentaria más externa del joven de cuello de jirafa y trenza alrededor del sombrero: “Deberías disminuirte el escote mediante la adición o elevación de un botón en la periferia circular.”


SUBJETIVO
No estaba descontento con mi vestimenta, precisamente hoy. Estrenaba un sombrero nuevo, bastante chulo, y un abrigo que me parecía pero que muy bien. Me encuentro a X delante de la estación de Saint-Lazare, el cual intenta aguarme la fiesta tratando de demostrarme que el abrigo es muy escotado y que debería añadirle un botón más. Aunque, menos mal que no se ha atrevido a meterse con mi gorro.
Poco antes, había reñido de lo lindo a una especie de patán que me empujaba adrede como un bruto cada vez que el personal pasaba, al bajar o al subir. Eso ocurría en uno de esos inmundos autobuses que se llenan de populacho precisamente a las horas en que debo dignarme a utilizarlos.


de Ejercicios de Estilo, Raymond Queneau

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