Educación sentimental para la niña de tus ojos

Moebius (1938-2012)




Buenas Noches, Moebius por E.J. Rodríguez. (Jot Down)
Para hablar de él, no tengo más remedio que llevarlo todo a un plano personal. Quizá haya muchos lectores para quienes no haya sido tan relevante como les puedan parecer determinados músicos, escritores o directores de cine. E incluso deportistas. Pero para algunos de nosotros —y me consta que no estoy solo— fue una verdadera fuente de inspiración.

Hace muchos años que no leo cómics, o que como mucho los hojeo esporádicamente, probablemente desde la adolescencia. Creo que es algo que suele suceder, no sé muy bien por qué; quizá lo habitual es que el lector medio de cómics termine basculando casi inevitablemente hacia los libros o busque una narración audiovisual más evolucionada, como la del cine. Por ello no me considero un conocedor del formato, al menos de lo publicado durante los últimos lustros. Casi todo lo que recuerdo es lo que leí durante aquella época. Pero hubo al menos un par de dibujantes a los que mantengo en un altar particular —el dorado sagrario de los ídolos de la infancia— por lo que significaron para mí. Uno de ellos, puedo suponer, habrá marcado a muchísimos lectores tanto como a mí durante los años infantiles: Francisco Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón. Aunque en el caso de Ibáñez se trataba de su sentido
del humor surrealista, su ironía tan campechana como elegante y su particular microcosmos de autorreferencias; cosas que pesaban tanto o más que el propio aspecto visual. El cual, todo sea dicho, era llamativo; aventuro que somos muchos quienes empezamos a mirar sus tebeos incluso antes de poder leer el texto de las viñetas. Muchas veces he pensado que Ibáñez ha sido como un Quevedo de nuestra generación, proyectando una mirada sarcástica sobre la sociedad en que vivimos; una mirada que, en su caso, iba disfrazada de aventuras cómicas “para niños”… y los niños terminábamos asimilando el mensaje.

El otro dibujante que marcó a fuego mis devaneos artísticos infantiles fue el francés Jean Giraud, más conocido como Moebius. Su trabajo no era algo que un niño tuviese al alcance de la mano, como sucedía con Mortadelo. Pero fue mi (por entonces irrefrenable) pasión por el dibujo, desgraciadamente extinta hace décadas —aunque sustituida por otras cosas, he de decir— la que me acercó a él. Viendo que la afición me impelía a llenar folios y folios con abigarrados dibujos de calidad más bien regular pero voluntariosamente repletos de detalles, mi padre me permitió leer (como concesión excepcional, ya que en aquellos cómics abundaban las temáticas más bien poco infantiles) lo que entonces se llamaba “cómic adulto europeo”. Aún recuerdo su frase: “hay un dibujante que parece hecho a tu medida, se llama Moebius, y también hace dibujos repletos de detallitos”.


Abrí uno de aquellos volúmenes —era un Totem de los inicios, cuando aquella revista era como una compilación de lo mejor del comic con vocación artística, en la que nunca fallaba nada— ni siquiera necesité mirar la firma para reconocer a Moebius, tan pronto pasé una página y me topé con sus viñetas. Resultaría completamente absurdo decir que mis dibujos se parecían a los de Moebius —sería como afirmar que mi forma de tocar el piano, o sea prácticamente ninguna, se parece a la de Alicia de Larrocha— pero digamos que quedé atónito al comprobar que alguien era capaz de hacer semejantes cosas; Moebius dibujaba lo que yo buscaba en mi mente y jamás hubiese podido plasmar decentemente sobre un papel.

Tal y como mi padre había previsto, o probablemente incluso en mayor medida, me enamoré instantáneamente del trabajo de aquel dibujante. Debió de ser una de las primeras personas de quien pensé que era “un genio”, aunque no sabría decir si empleé esa palabra o no. Me enamoré de todo su estilo, de las líneas precisas —sólo precisas en apariencia—, de los pequeños conjuntos de rocas que le daban peso al paisaje aquí y allá, de las grietas, de las nubes siempre planas en su base y bulbosas en la coronilla (¿algún lector meteorólogo sabe cómo se llama este tipo de nube?), de los horizontes lejanos y los grandes espacios, los precipicios, las naves espaciales repletas de pequeñas partes y piezas que siempre tenían aspecto de servir para algo, los edificios a un tiempo futuristas y decrépitos que podrían haber salido de una novela de Harry Harrison, y todo aquel universo que combinaba ornamentación oriental con imaginería mesoamericana y una ciencia-ficción rica y recargada, además de aquellas mujeres que de extremo a extremo recorrían todo el espectro de la belleza, desde una carnalidad abrumadoramente voluptuosa a una sublime delicadeza aristocrática.

Y estaba su sentido de la armonía; en ese aspecto, Moebius podía competir con cualquier artista expuesto en un museo. Sabía cómo distribuir los colores, contrapesando los fríos y los cálidos en unas ocasiones, o creando composiciones casi monotónas en otras (monótonas, esto es, de una única tonalidad… que no “aburridas”). Agrupaba los abigarrados cúmulos de detalles en una parte de la viñeta, y los espacios vacíos en otras, siempre con un fino instinto para la percepción de gravedad. Porque los dibujos tienen su propia gravedad y los elementos orbitan unos en torno a los otros. Captaba instantes precisos en los movimientos que solían desafiar el equilibrio, a modo de “foto-finish”. Había un algo de premeditada descompensación en las posturas de los personajes y los objetos, que hacía que sus viñetas basculasen; no estaban muertas.
Siempre hubo mucho de autosatisfacción en su obra, de ejercicio onanista incluso, al menos en el trabajo que firmaba como Moebius, que era su yo más libre, un trabajo más experimental que aquellos que firmaba como Giraud, Teniente Blueberry sobre todo. Había mucho de dibujar para sí mismo. No era dado a pretender mitificarse ante los lectores como Milo Manara —el Lars Von Trier de los cómics, a quien siempre le ha faltado humor para rendirnos del todo a algunos—, lo de Moebius era algo más cándido y directo, un prolongar su mundo infantil ante nuestra vista, aderezándolo frecuentemente con un gamberro sarcasmo nacido de la edad adulta.
Al igual que sus paisanos y correvolucionarios Philippe Caza —su hermano bastardo, artísticamente hablando— o Philippe Druillet, Moebius fue más bien como un Steven Spielbergde la viñeta: sabía hablar al público sin dejar jamás de hablar de sí mismo, porque sabía que su público y él tenían gustos similares. Lo suyo no era un “¿has visto qué bueno soy en lo mío?” sino más bien un “vamos a compartir nuestros intereses comunes”. Así como Caza dibujaba criaturas de los relatos de Jack Vance, o así como Druillet usaba la iconografía deStar Wars y H.P. Lovecraft, Moebius dibujaba cosas con las que uno podía identificarse en la forma y en el fondo; yo era un chaval obsesionado con la ciencia ficción, él también: es así como mejor se gana un lector para toda la vida, mostrándole que no hay demasiadas diferencias entre ambos. Aunque parezca paradójico —dado el alto grado de cuidado visual que imponía a su trabajo— Moebius no era un “esteticista” a lo Manara. Era más bien un esteta, si se me entiende la diferencia: no es lo mismo vivir para la estética que pegarse un cartel en la frente que diga “mirad cuán estético soy”. No es lo mismo intentar imitar el aura de un cuadro en una viñeta como hace Manara, que dibujar una viñeta basándose en los mismos principios que se aplican a un cuadro como hace Moebius. Pobre Manara, me doy cuenta de que lo estoy usando como reverso tenebroso de Moebius, y lo cierto es que admiro mucho su trabajo… pero las cosas como son, siempre fue prisionero de sí mismo. Y Giraud, en cambio, era un dibujante de, por y para el populacho; un populacho selecto, eso sí.


Libertad: esa es la palabra que asocio con Moebius. Libertad artística y libertinaje temático: lo que caracterizaba el cómic vanguardista de los setenta y los ochenta, antes de que cosas como Watchmen se erigiesen como el nuevo mainstream. Jean Giraud bebía de fuentes similares a las de un Alan Moore, pero podríamos decir que Moebius era Sergio Leone y Moore es Peckimpah. Moebius tenía una visión más flexible del cómic, precisamente porque era más consciente de cuáles son los principios que lo rigen; así, le resultaba más fácil saltarse los límites, pero saltárselos en una dirección correcta. Moore, por ejemplo, es más “americano” en su estilo. Moebius es americanista, desde luego, pero las fronteras de su forma de hacer se extienden mucho más allá de ese ámbito de influencia.
Si bien resulta innegable que Moebius destiló influencias de la pintura clásica —su uso del color es muy del barroco, muy Rubens, muyPoussin y sobre todo muy Joos de Momper— y del cine —como esos encuadres fordianos del paisaje — era un artista que dibujaba muy “desde el cómic” y no tanto desde otros medios. Dibujaba desde el cómic y para el cómic más que un Hugo Pratt, por ejemplo, aunque era también poco propenso a dejarse atar por el trabajo de sus predecesores. Cuidó su estilo con mimo; tuvo a bien tomarse tan en serio su dibujo como no se tomaba tan en serio en cuanto que dibujante. En él encontrábamos un despliegue de asombroso ingenio artístico junto a historias mudas sobre un hombre que cabalgaba un pterodáctilo, o de hembras de enormes pezones que se ayuntaban con extraterrestres. Combinaba sin problemas el erotismo “pulp” deSally Forth con cacerías de Chtulhus, el existencialismo retorcido dePhilip K. Dick o la psicodelia micológica. A veces, incluso, se situaba a sí mismo como protagonista de sus propias historietas, y era casi como contemplar uno de sus sueños. Pocas veces se dejó llevar por la tentación de la intelectualidad, al menos de una intelectualidad encorsetada. Era un artista tremendamente serio con su arte, pero portador de un mensaje desenfadado y libertario.

Sus aportaciones al cine (Alien, Tron… la cual sigue teniendo mejor aspecto que la versión reciente y más repleta de grandes efectos, y eso es gracias al espléndido marco estilístico proporcionado por Giraud) son probablemente las huellas más extendidamente reconocidas de su trabajo, pero dentro del mundillo del cómic fue él —más que ningún otro— quien selló una importante era: la del reinado del cómic francés. Fue la estrella de una generación que impuso una nueva forma de hacer cómic, un nuevo paradigma que absorbió las influencias estadounidenses y las procesó con mirada europea, desde una autonomía creativa difícil de obtener en los EEUU, de manera similar a lo que hizo Leone con el western.

Para algunos de nosotros, significó el descubrimiento de que el cómic era algo más que una “historieta” (aunque una buena historieta es siempre admirable), que podía ser un compendio de referencias que iban mucho más allá de la Metrópolis de Supermán, de la Roma “ninomanfrediana” de Astérix, del reporterismo santurrón de Tintín e incluso de la deliciosa españolada sarcástica de Mortadelo. El trabajo de Moebius, como el de varios de sus coetáneos, era como una exposición permanente de estampas que resumían y ejemplificaban los hitos de una nueva cultura popular.

Aunque estas cosas —dicen— son siempre cuestión de gustos, para mí acaba de irse el más grande. Sí, el más grande. Jean Giraud ennobleció el arte del cómic no sin ayuda, pero desde luego sí desempeñando un papel fundamental. No sé si hubo un antes y un después de Moebius en la historia del cómic, pero desde luego puedo asegurar que al entrar en contacto con su trabajo hubo un antes y un después en mi imaginación, la cual es una parte fundamental, irrenunciable, de la vida, si uno no quiere terminar convertido en una bestia de carga que sólo espera recibir un puñado de alfalfa a fin de mes.

Ya nunca podremos entrevistar a Jean Giraud en Jot Down —ahora puedo confesar que era uno de mis sueños ocultos— y no sé a dónde va uno cuando se muere, pero si existe Dios y este Dios tiene una pizca de buen gusto, Moebius ha ido a un lugar que se parece a uno de sus dibujos. Es probable que el cielo esté dibujado por él… dudo que Dios sepa dibujar mejor.

Cuando murió Kurt Cobain, dijo Neil Young que ahora estaría “durmiendo con los ángeles”. ¿Dónde estará Moebius? Cabalgando junto a Arzach… dónde iba a estar si no. Descansa en paz, Jean. Hiciste nuestra vida un poco mejor. Y eso, como diría Hal 9000, es lo máximo que una entidad consciente podría esperar conseguir. Misión cumplida. (Jot Down)






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