Educación sentimental para la niña de tus ojos

David Peace. 1974. Red Riding Quartet


David Peace. 1974. Red Riding Quartet

Ruego  

Bombas en Navidad y Lucky on the Run, Leeds United y los Bay City Rollers, El exorcista y It Ain't Half Hot Mum.
Yorkshire, Navidades de 1974.
Lo guardo dentro.
Escribía mentiras en lugar de verdades y verdades en lugar de mentiras, creyéndomelo todo.
Follaba con mujeres que no amaba y a la que amé, la jodí para siempre.
Maté a un hombre malo, pero dejé que otros vivieran. Maté a un niño.
Yorkshire, Navidades de 1974.
Lo llevo dentro.
David Peace. 1974. Red Riding Quartet

Capitulo 1


—Últimamente no pasaba nada aparte del lord Lucan de los cojones[1] y los malditos cuervos sin alas —sonrió Gilman, como si aquél fuera el mejor día de nuestra vida.
Viernes, 13 de diciembre de 1974.
Y yo esperando mi primer titular en portada, por fin el chico con firma en la cabecera: Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra; con dos días de retraso, joder.
Miré el reloj de mi padre.
Nueve de la mañana y ni Dios se había ido a la cama; directamente del Club de Prensa, apestando aún a cerveza, a este infierno:
La sala de prensa de la comisaría de policía de Millgarth, Leeds.
El puñetero grupo al completo esperando la atracción principal, con las plumas a punto y las grabadoras en pausa; los focos de televisión y el humo de los cigarrillos saturan la sala sin ventanas como un ring de boxeo municipal una noche de viernes: los chicos de la prensa atentos a la tele, las radios estáticas y ellos haciendo cábalas:
—No tienen nada de nada.
—Te apuesto algo a que, si aparece George, es que está muerta.
Khalid Aziz al fondo, ni rastro de Jack.
Un codazo. Era Gilman otra vez, Gilman el del Manchester Evening News.
—Siento mucho lo de tu viejo, Eddie.
—Gracias —dije pensando que realmente las noticias volaban la hostia.
—¿Cuándo es el funeral?
Miré otra vez el reloj de mi padre.
—Dentro de unas dos horas.
—Dios. O sea que Hadden sigue cobrándose su deuda en carne.
—Sí —dije consciente de que, con funeral o sin él, de ninguna manera estaba dispuesto a que el cabrón de Jack Whitehead volviera a quedarse con la historia.
—Pues lo siento.
—Ya —dije.
Segundos fuera:
Se abre una puerta lateral, todo el mundo guarda silencio, todo se ralentiza. Primero un detective seguido del padre, luego el comisario jefe George Oldman, por último una mujer policía con la madre.

Apreté el botón de grabación de la Philips Pocket Memo mientras tomaban asiento detrás de las mesas de plástico que teníamos enfrente, revolvían papeles, colocaban los vasos de agua, miraban a todas partes menos arriba.
En el rincón azul:
El comisario jefe George Oldman, una cara del pasado, un gran hombre entre grandes hombres, con el denso pelo negro pegado hacia atrás para que abulte menos, el rostro que bajo las luces se ve atravesado por mil vasos sanguíneos reventados, las huellas púrpuras de diminutas arañas que atraviesan sus decoloradas mejillas blancas hacia la pendiente de su nariz de borracho.
Yo pienso, su cara, su gente, su tiempo.
Y en el rincón rojo:
La madre y el padre con la ropa arrugada y el pelo grasiento, él se sacude la caspa del cuello, ella juguetea con su anillo de casada, ambos se sobresaltan con el golpe y el pitido de un micrófono al encenderse, con toda la pinta de ser más los culpables que las víctimas.
Pienso, ¿os habéis cargado a vuestra propia hija?
La mujer policía puso la mano sobre el brazo de la madre, la madre se volvió y se quedó mirándola fijamente hasta que ella retiró la mirada.
Primer round:
Oldman dio unos golpecitos en el micrófono y tosió:
—Gracias por su asistencia, caballeros. Ha sido una noche muy larga para todos, en especial para el señor y la señora Kemplay, y va a ser un día largo. Vamos a ser breves.
Oldman dio un trago del vaso de agua.
—Aproximadamente a las cuatro de la tarde de ayer, 12 de diciembre, Clare Kemplay desapareció mientras volvía a casa del centro de estudios de Morley Grange, en Morley, a su casa. Clare salió del centro con dos compañeras a las cuatro menos cuarto. En el cruce de Rooms Lane con Victoria Road, se despidió de sus amigas y se la vio por última vez caminando en dirección a su casa más o menos a las cuatro en punto. Ésa fue la última vez que se vio a Clare.
El padre miraba a Oldman.
—Al no regresar Clare a casa, la policía de Morley inició la búsqueda a primera hora de la noche de ayer, con la ayuda de los amigos y vecinos del señor y la señora Kemplay. Sin embargo, hasta el momento, no ha encontrado pista alguna sobre la naturaleza de la desaparición. Clare no había desaparecido nunca y, evidentemente, estamos muy preocupados por su paradero y su seguridad.
Oldman volvió a tocar el vaso de agua, pero lo dejó.
—Clare tiene diez años. Es rubia y tiene los ojos azules y el pelo largo y liso. Anoche llevaba un chubasquero impermeabilizado naranja, un jersey de cuello alto azul oscuro, pantalones vaqueros azul pálido con un dibujo visible de un águila en el bolsillo trasero izquierdo y botas Wellington rojas. Cuando salió del colegio, llevaba en una bolsa de plástico de supermercado un par de zapatillas de deporte negras.
Oldman alzó la mano con una ampliación fotográfica de una chica sonriente, mientras decía:
—Al final se repartirán copias de esta fotografía escolar reciente.
Tomó otro sorbo de agua.
Ruido de sillas arrastradas, revuelo de papeles, la madre sollozaba, el padre miraba fijamente.
—Ahora la señora Kemplay querría leer una breve declaración con la esperanza de que cualquier persona del público que haya podido ver a Clare después de las cuatro de la tarde de ayer, o que pueda tener alguna información sobre su paradero o su desaparición, se presente para ayudarnos con la investigación. Gracias.
El comisario jefe Oldman orientó delicadamente el micrófono hacia la señora Kemplay.
Los flashes de las cámaras brillaron por toda la sala de prensa, sobresaltando a la madre y haciéndola parpadear.
Bajé la cabeza y miré mi bloc de notas y las ruedas que arrastraban la cinta dentro de la Philips Pocket Memo.
—Quisiera hacer un llamamiento para quien pueda saber dónde está mi hija Clare o pueda haberla visto ayer después de la hora del té llame por favor a la policía. Clare es una chica muy feliz y sé que nunca se marcharía de casa sin decirme nada. Por favor, si ustedes saben dónde se encuentra o la han visto, por favor, llamen a la policía.
Una tos sofocada, luego silencio.
Levanté la mirada.
La señora Kemplay se tapaba la boca con las manos, con los ojos cerrados.
El señor Kemplay se levantó, pero volvió a sentarse cuando Oldman dijo:
—Caballeros, les he dado toda la información de que disponemos por el momento y me temo que no tenemos tiempo para contestar preguntas ahora mismo. Hemos convocado otra rueda de prensa a las cinco, a no ser que haya alguna novedad antes de esa hora. Gracias, caballeros.
Ruido de sillas arrastradas, revuelo de papeles, los murmullos se convirtieron en rumores, los susurros en palabras.
Alguna novedad, joder.
—Gracias, caballeros. Por ahora nada más.
El comisario jefe Oldman se puso de pie e inició la retirada, pero no se movió nadie más de la mesa. Se volvió hacia el resplandor de las luces de la televisión y saludó con la cabeza a los periodistas que no podía ver.
—Gracias, chicos.
Volví a bajar la cabeza para mirar el bloc de notas, las ruedas en movimiento de la grabadora, y vi las posibles novedades tiradas boca abajo en una zanja con el chubasquero naranja.
Levanté la mirada, el otro policía ayudaba a levantarse al señor Kemplay cogiéndole del codo y Oldman le abría la puerta lateral a la señora Kemplay mientras le susurraba algo que le hizo parpadear.
—Aquí tenéis. —Un policía corpulento vestido con un buen traje repartía copias de la fotografía escolar.
Sentí un codazo. Era Gilman otra vez.
—No tiene una pinta cojonuda, ¿verdad?
—No —dije mientras la cara de Clare Kemplay me sonreía.
—La pobre. Lo que debe estar pasando, ¿eh?
—Sí —dije consultando el reloj de mi padre en mi muñeca fría.
—Oye, será mejor que te vayas de una puta vez, ¿no?
—Sí.

La M1, la autopista número 1, de Leeds a Ossett en dirección sur.
El Viva de mi padre forzado hasta los ciento diez por hora bajo la lluvia, la radio al ritmo del Shang-a-lang de los Rollers.
Más de diez kilómetros repitiendo el titular como un mantra:
La madre hizo una emotiva súplica.
La madre de Clare Kemplay, la niña de diez años desaparecida, hizo una emotiva súplica.
La señora Sandra Kemplay hace una emotiva súplica mientras crecen los temores.
Emotivas súplicas, temores crecientes.
Aparqué delante de la casa de mi madre en Wesley Street, Ossett, a las diez menos diez preguntándome por qué los Rollers no habrían hecho una versión de El pequeño tamborilero y pensé hazlo y hazlo bien.

Al teléfono:
—Vale, lo siento. Una vez más el párrafo de encabezamiento y acabamos. Vamos allá: La señora Sandra Kemplay hizo una emotiva súplica esta mañana por la pronta aparición de su hija Clare, mientras crecen los temores por la niña de diez años desaparecida, natural de Morley.
»Otro párrafo: Clare desapareció al volver del colegio a su casa de Morley ayer por la tarde y la intensa búsqueda llevaba a cabo por la policía durante toda la noche no ha arrojado por el momento ninguna luz sobre el paradero de la niña.
»Vale. Y luego sigue todo lo que estaba antes...
»Gracias, cariño...
»No, para entonces ya habré acabado y podré dejar de pensar en ello...
»Hasta luego, Kath, adiós.
Colgué el auricular y consulté el reloj de mi padre.
Las diez y diez.
Recorrí el pasillo hasta la habitación del fondo y pensé ya lo he hecho y lo he hecho bien.
Susan, mi hermana, estaba en la ventana con una taza de té, mirando hacia fuera, al jardín de atrás y la lluvia ligera. Mi tía Margaret estaba sentada a la mesa con una taza delante de ella. La tía Madge, en la mecedora, tenía una taza de té en equilibrio sobre su regazo. Nadie ocupaba la silla de mi padre al lado del armario.
—Entonces, ¿ya has acabado?-preguntó Susan sin volverse.
—Sí. ¿Dónde está mamá?
—Está arriba, corazón, arreglándose —dijo la tía Margaret al tiempo que se levantaba y recogía su taza y su plato—. ¿Quieres que te traiga una taza de té recién hecho?
—No, no me apetece, gracias.
—Los coches llegarán en seguida —dijo la tía Madge sin dirigirse a nadie en particular.
—Tendría que irme a cambiar-dije.
—Muy bien, cariño. Venga, vete. Cuando bajes te tendré preparada una buena taza de té. —La tía Margaret se adentró en la cocina.
—¿Crees que mamá habrá terminado en el cuarto de baño?
—¿Por qué no se lo preguntas a ella?-dijo mi hermana al jardín y a la lluvia.
Subo las escaleras, de dos en dos como siempre; una cagada, un afeitado, una ducha y listo, pensando que una paja rápida y un lavado me sentarían mejor, y preguntándome de repente si mi padre podrá leerme el pensamiento ahora.
La puerta del cuarto de baño estaba abierta y la de mi madre cerrada. Una camisa blanca recién planchada descansaba sobre la cama de mi cuarto al lado de la corbata negra de mi padre. Encendí la radio con forma de barco, David Essex prometía convertirme en una estrella. Observé mi rostro en el espejo del ropero y vi a mi madre en el umbral con una combinación rosa.
—Te he dejado una camisa limpia y una corbata encima de la cama.
—Sí, gracias, mamá.
—¿Cómo te ha ido esta mañana?
—Bien, como siempre.
—He escuchado la radio desde primera hora.
—¿Sí?-dije resistiéndome a las preguntas.
—No tiene muy buena pinta la cosa, ¿verdad?
—No —dije deseando mentir.
—¿Viste a la madre?
—Sí.
—Pobrecilla —dijo mi madre cerrando la puerta al salir.
Me senté en la cama y en la camisa, sin dejar de mirar el póster de Peter Lorimer que había detrás de la puerta.
Pensando, ciento cuarenta kilómetros por hora.

David Peace. 1974. Red Riding Quartet

La procesión de tres coches recorría a paso lento el Dewsbury Cutting, entre las luces de Navidad apagadas del centro de la ciudad, ascendiendo lentamente hacia el otro lado del valle.
Mi padre iba en el primer coche. Mi madre, mi hermana y yo en el siguiente, el último iba abarrotado de tías, carnales y falsas. En los dos primeros nadie hablaba demasiado.
Cuando llegamos al crematorio había dejado de llover, aunque el viento seguía azotándome brutalmente mientras hacía malabares en la puerta estrechando manos y sujetando un cigarrillo que me había costado la hostia encender.
Dentro, un suplente pronunciaba el responso porque el vicario de la familia estaba demasiado ocupado librando su propia batalla contra el cáncer en el mismo pabellón del que acababa de salir mi padre el miércoles por la mañana. Total, que el Supersustituto pronunció un responso sobre un hombre que ni él ni yo conocíamos, tomando a mi padre por carpintero en vez de sastre. Escandalizado por la licencia periodística de todo aquel rollo, pensé que aquella gente tenía a los carpinteros metidos en la cabezota.
Con la mirada al frente, pendiente de la caja a tres pasos de mí, imaginaba una caja blanca más pequeña y a los Kemplay de luto, mientras me preguntaba si el vicario la cagaría también cuando por fin dieran con ella.
Observé mis nudillos, que pasaban del rojo al blanco al aferrarse al frío banco de madera, eché una mirada furtiva al reloj de mi padre que asomaba por debajo del puño de la camisa y noté una mano sobre mi manga.
En el silencio del crematorio, los ojos de mi madre pedían un poco de calma, decían que aquel hombre estaba haciendo lo que podía, que los detalles no siempre son lo más importante. A su lado, mi hermana, con el maquillaje corrido y prácticamente desaparecido.
Y, de repente, también él había desaparecido.
Me agaché para dejar el libro de oraciones en el suelo, pensando en Kathryn y en que quizá le propusiera tomar una copa después de redactar la rueda de prensa de la tarde. Tal vez volviéramos a ir a su casa. En todo caso, era imposible que fuéramos a la mía, aquella noche por lo menos. Luego pensé joder, es imposible que los muertos te puedan leer el pensamiento.
Una vez fuera volví a alternar otra tanda de apretones de manos con un cigarrillo, mientras me aseguraba de que todos los coches conocieran el camino a casa de mi madre.
Me subí al último coche y estuve callado, incapaz de situar ninguna de las caras, o repetir ninguno de los nombres. Hubo un momento de pánico cuando el conductor tomó una ruta diferente para volver a Ossett, tuve la seguridad de que me había equivocado de grupo. Pero entonces volvimos a enfilar el Dewsbury Cutting, y los demás pasajeros me sonrieron de repente como si hubieran pensado exactamente lo mismo.

Ya en la casa, lo primero es lo primero:
Llamar a la oficina.
Nada.
La falta de noticias son malas noticias para los Kemplay y Clare, y buenas para mí.
Veinticuatro horas se van a cumplir, tic-tac.
Veinticuatro horas que significan que Clare ha muerto.
Colgué el teléfono, miré el reloj de mi padre y me pregunté cuánto tiempo tendría que quedarme entre sus familiares y amigos.
Pongamos que una hora.
Volví por el pasillo, el chico con firma por fin, que traía más muerte a la casa de la muerte.
—Un fulano del sur tiene una avería en el coche cerca de Moors. Se acerca a una granja que hay cerca de la carretera y llama a la puerta. Un viejo granjero abre la puerta y el del sur le dice, ¿sabe usted dónde está el taller más cercano? El viejo granjero le dice que no. Entonces el del sur le pregunta si sabe cómo se va al pueblo. El granjero le dice que no lo sabe. ¿Y el teléfono más cercano? El granjero le dice que no lo sabe. Total, que el del sur le dice: no sabe usted mucho de nada, ¿verdad? Y el granjero le contesta: puede que no, pero no soy yo el que está perdido.
El tío Eric es el centro de atención, orgulloso de no haber salido nunca de Yorkshire salvo para matar alemanes. Mi tío Eric, al que vi matar un zorro con una pala cuando tenía diez años.
Me senté en el brazo del sillón vacío de mi padre y pensé en pisos con vista al mar en Brighton, en chicas del sur llamadas Anna o Sophie y en un equívoco sentido del deber filial ya medio redundante.
—Apuesto a que te alegras de haber vuelto, ¿verdad, mozo?-dijo tía


Margaret con un guiño mientras me ponía otra taza de té en las manos.
En medio de la sala abarrotada, con la lengua pegada al paladar en un intento de despegar el pan blanco, agradecí tener algo con lo que enjuagar el sabor del jamón caliente y salado, a falta de un whisky, y volví a pensar en mi padre; un hombre que había firmado el Compromiso en su decimoctavo cumpleaños, sencillamente porque se lo pidieron.
—Pero, bueno, fijaos en esto.
Yo estaba a kilómetros y años de distancia cuando, repentinamente consciente de que me estaba llegando la hora, noté todos los ojos sobre mí.
Mi tía Madge agitaba un periódico por toda la sala como si estuviera espantando un moscardón.
Y yo, sentado en el brazo del sillón, me sentía como si fuera el insecto.
Algunos de mis primos más pequeños habían ido a comprar caramelos y había traído el periódico. Mi periódico.
Mi madre le quitó el periódico a tía Madge y pasó las páginas interiores hasta que llegó a la página de nacimientos y defunciones.
Mierda, mierda, mierda.
—¿Ha salido papá?-dijo Susan.
—No, saldrá mañana —respondió mi madre mirándome con aquellos ojos tan, tan tristes.
—«La señora Sandra Kemplay hizo un emocionado ruego esta mañana por el pronto regreso de su hija.» —Ahora tenía el periódico mi tía Edie de Altrincham.
Me cago en los ruegos emocionados.
—«Por Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra.» Vaya, mira tú —leyó mi tía Margaret por encima del hombro de la tía Edie.
Todos los presentes empezaron a decirme lo orgulloso que estaría mi padre y que era una verdadera pena que ya no estuviera para ser testigo de aquel gran día, mi gran día.
—Leí todo lo que escribiste sobre aquel sujeto, el Cazarratas —estaba diciendo el tío Eric—. Ése sí que era raro.
El Cazarratas, páginas interiores, migajas de la mesa del Jack Whithead de los cojones.
—Sí —dije sonriendo y asintiendo con la cabeza a unos y otros e imaginando a mi padre sentado en su sillón vacío junto al armario, leyendo antes la última página.
Me dieron palmaditas en la espalda y luego, por un instante, me encontré con el periódico en las manos, y vi:
Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra.
No leí ni una línea más.
El periódico volvió a pasar de mano en mano por toda la sala.
Vi a mi hermana en el otro extremo, sentada en el alféizar de la ventana con los ojos cerrados, las manos sobre la boca.
Abrió los ojos y me devolvió la mirada. Intenté levantarme, acercarme a ella, pero se puso de pie y se marchó.
Quise seguirla, decirle:
—Lo siento, lo siento. Siento que haya tenido que ser precisamente hoy.
—No tardaremos mucho en tener que pedirte un autógrafo, ¿verdad? —rio la tía Madge pasándome una nueva taza de té.
—Para mí siempre será el pequeño Eddie —dijo la tía Edie de Altrincham.
—Gracias —dije yo.
—Pero no tiene muy buena pinta, ¿verdad?-dijo la tía Madge.
—No —mentí.
—Ya ha habido un par, ¿no es así?-preguntó la tía Edie con una taza de té en una mano y mi mano en la otra.
—Sí, hace ya unos cuanto años. Aquella chiquilla de Castleford —dijo la tía Madge.
—Eso es retroceder demasiado. Hubo una no hace tanto tiempo, por esta zona —señaló la tía Edie tomando un buche de té.
—Sí, en Rochdale. A ésa la recuerdo —dijo la tía Madge agarrando con fuerza el platillo de su taza.
—Nunca la encontraron —suspiró la tía Edie.
—¿De veras?-pregunté yo.
—Y tampoco detuvieron a nadie.
—Nunca detienen a nadie, ¿o sí?-dijo la tía Madge para toda la concurrencia.
—Recuerdo un tiempo en que estas cosas no pasaban nunca.
—Aquellas de Manchester fueron las primeras.
—Sí —musitó la tía Edie soltándome la mano.
—Fueron brutales, simple y llanamente de una crueldad espeluznante —murmuró la tía Madge.
—Y pensar que sus propios padres la dejaban ir por ahí sola como si no pasara nada malo.
—Algunas personas son sencillamente tontas.
—Y con muy poca memoria —dijo la tía Edie con la mirada perdida en el jardín y la lluvia.
Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, cruzó la puerta.

Chuzos de puta punta.
Vuelta a Leeds por la autopista 1, llena de camiones y con tráfico lento. El Viva forzado a cien kilómetros bajo la lluvia, todo lo que da de sí.
La radio local:
«Continúa la búsqueda de la desaparecida niña de Morley Clare Kemplay mientras crecen los temores...»
Un vistazo al reloj me confirmó lo que yo ya sabía:
Las cuatro de la tarde significaba que el tiempo corría en mi contra, significaba que corría en contra de ella, significaba que no quedaba tiempo para preparar documentación sobre niños desaparecidos, significaba que no habría preguntas en la rueda de prensa de las cinco.
Mierda, mierda, mierda.
Al salir de la autopista a toda velocidad sopesé los pros y los contras de hacer preguntas a ciegas, a bocajarro, en la rueda de las cinco, sin otro respaldo que el testimonio de dos ancianitas.
Dos niñas desaparecidas, en Castleford y Rochdale, sin fechas, sólo especulaciones.
Palos de ciego.
Apreté un botón, radio nacional: sesenta y siete despedidos del Kentish Times y el Slough Evening Mail, el sindicato regional de periodistas convoca una huelga a partir del 1 de enero.
Edward Dunford, periodista regional.
Los palos de ciego quedaban eliminados.
Vi la cara del comisario jefe Oldman, vi la cara de mi editor y vi un piso en Chelsea con una preciosa chica del sur llamada Sophie o Anna cerrando la puerta.
Puede que te estés quedando calvo, pero no eres el Kojak de los cojones.
Aparqué detrás de la comisaría de policía de Millgarth en el momento en que recogían el mercado, los canalones de la calle llenos de hojas de col y fruta podrida, y yo pensaba ¿voy a lo seguro o voy a por la primicia?
Agarré con fuerza el volante mientras elevaba una oración.
QUE NO HAGA LA PREGUNTA NINGÚN GILIPOLLAS.
Sabía que era exactamente eso, una oración.
El motor en silencio, otra oración desde detrás del volante.
¡NO LA CAGUES!

Los escalones, las puertas dobles, y vuelvo a entrar en la comisaría de Millgarth.
Suelos manchados de barro y luces amarillas, canciones de borrachos y ánimos caldeados.
Muestro mi carnet de prensa en el mostrador y el sargento me dedica una sonrisa agria:

—Anulada. Ha llamado la oficina de prensa.
—¿Está de broma? ¿Por qué?
—No hay novedades. Mañana a las nueve de la mañana.
—Bien —dije pensando que no iba a haber preguntas.
El sargento hizo una mueca.
Miré a un lado y otro, y saqué la cartera.
—¿Cuál es el precio de salida?
Él me quitó la cartera de las manos, sacó un billete de cinco y me la devolvió.
—Con esto bastará, señor.
—¿Y bien?
—Nada.
—Era un puto billete de cinco.
—Uno de cinco dice que está muerta.
—Que paren la primera plana, joder —digo saliendo de allí.
—Dale recuerdos de mi parte a Jack.
—Que te den.
—¿Quién te quiere a ti, cariño?

5.30 p.m.
Otra vez en la oficina.
Barry Gannon detrás de sus cajas, George Greaves boca abajo encima del escritorio, Gaz de deportes diciendo chorradas.
Ni rastro del cabrón de Jack Whitehead.
Gracias a Dios.
Mierda, y ¿dónde coño estaba?
Paranoico:
Soy Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra y así lo dice en todos los putos Evening Post.
—¿Cómo te ha ido?-Kathryn Taylor, rizos en el flequillo y un feo jersey color crema, se levanta al otro lado del escritorio y se sienta inmediatamente después.
—Como un sueño.
—¿Como un sueño?
—Sí. Perfecto. —No pude contener la sonrisa que se dibujó en mis labios.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué ha pasado?
—Nada.
—¿Nada?-Parecía totalmente perdida.
—La han anulado. Siguen buscando. No hay nada —dije vaciando los bolsillos encima de la mesa.
—Me refería al funeral.
—Oh —cogí los cigarrillos.
Los teléfonos sonaban, las máquinas de escribir repiqueteaban.
Kathryn miró mi cuaderno, encima del escritorio.
—¿Y qué piensan ellos?
Me quité la chaqueta, le quité su café y encendí un cigarrillo, todo en un solo movimiento.
—Que está muerta. Oye, ¿el jefe está reunido?
—No sé. No creo. ¿Por qué?
—Quiero que me consiga una entrevista con George Oldman. Mañana por la mañana, antes de la rueda de prensa.
Kathryn cogió mi bloc y se puso a darle vueltas entre los dedos.
—Nilo sueñes.
—Habla tú con Hadden. Le gustas —dije quitándole el bloc de notas.
—¿Estás de broma?
Necesitaba hechos, hechos concretos.
—¡Barry! —grité por encima de teléfonos, máquinas de escribir y la cabeza de Kathryn—. ¿Podemos tener una pequeña charla cuando tengas un minuto?
Barry Gannon, desde el otro lado de su fortaleza de archivos:
—Si no queda más remedio...
—Gracias. —De repente me di cuenta de cómo me miraba Kathryn.
Estaba furiosa.
—¿Está muerta?
—La sangre vende —dije dirigiéndome a la mesa de Barry y odiándome a mí mismo.
Me di la vuelta:
—Por favor, Kathryn.
Se levantó y salió de la oficina.
Joder.
Encendí otro cigarrillo con la colilla del anterior.
Barry Gannon, flaco, soltero y obsesionado, rodeado por todas partes de papeles repletos de cifras.
Me puse en cuclillas a un lado de su escritorio.
Barry Gannon mordisqueaba su pluma.
—¿Y?
—Casos de niñas desaparecidas sin resolver. Una en Castleford y otra en Rochdale. Puede ser.
—Sí. La de Rochdale la tengo que verificar, pero la de Castleford fue en 1969. El aterrizaje en la luna, Jeanette Garland.
Suenan las campanas.
—¿Y nunca la encontraron?
—No. —Barry se sacó el lápiz de la boca y me miró.
—¿La policía tiene algo?
—Lo dudo.
—Gracias. Entonces, me pongo a ello.
—De nada —me hizo un guiño.
Me levanté.
—¿Cómo va el Dawsongate?
—Ni puta idea. —Barry Gannon, sin sonreír, volvió a sus papeles y cifras, mordiendo la contera del lápiz.
Joder.
Entendí la insinuación.
—Gracias, Barry.
Estaba a medio camino de mi mesa y Kathryn entraba en la oficina disimulando una sonrisa, cuando Barry gritó:
—¿Vas a ir después al Club de Prensa?
—Si resuelvo todo esto.
—Si me acuerdo de algo más, te veo allí.
Más sorprendido que agradecido:
—Gracias, Barry. Te lo agradezco.
Kathryn Taylor, sin la menor sombra de sonrisa:
—El señor Hadden verá a su corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra a las siete en punto.
—¿Y cuándo quieres ver tú a tu corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra?
—Supongo que en el Club de Prensa. Si no queda más remedio —sonrió.
—No queda.

David Peace. 1974. Red Riding Quartet

Recorrí el pasillo, entré en informes.
Las noticias de ayer.
Abro cajones de metal y reviso cajas.
Mil Ruby Tuesdays.
Cogí los rollos, me senté delante de una pantalla y encajé el microfilm.
Julio de 1969.
Dejé que pasara la película a toda prisa.
Policía especial del Ulster, Bernadette Devlin, Wallace Lawler[2] y In Place of Strife.[3]
Wilson, Wilson, Wilson;[4] como si Ted[5] nunca hubiera existido.
La luna y el cabrón de Jack Whitehead estaban por todas partes.
Yo en Brighton, a dos mil años luz de casa.

Desaparecida.
Bingo.
Empecé a escribir.

—Total, que repasé todos los expedientes, hablé con un par de fulanos, llamé a Manchester y creo que tenemos algo —dije deseando que mi editor levantara la mirada de la pila de fotos del puto «Descubre dónde está el balón» que tenía sobre la mesa.
Bill Hadden cogió una lupa y preguntó:
—¿Has hablado con Jack?
—No ha venido. —Gracias a Dios
Me removí en mi asiento y contemplé por la ventana, a diez pisos de altura, una panorámica de un Leeds negro.
—O sea, que ¿qué es exactamente lo que tienes?-Hadden se acariciaba la barba blanca mientras observaba las fotografías con la lupa.
—Tres casos muy similares...
—En una palabra.
—Tres chicas desaparecidas. Una de ocho años, las otras dos de diez. 1969, 1972, ayer. Todas ellas desaparecieron no muy lejos de su casa, a pocos kilómetros una de otra. Otra vez como en Cannock Chase.
—Esperemos que así sea.
—Crucemos los dedos.
—Lo decía en plan sarcástico. Lo siento.
—Oh. —Volví a agitarme en el asiento.
Hadden siguió observando a través de la lupa las fotografías en blanco y negro.
Miré el reloj de mi padre; las ocho y media, joder.
—Entonces, ¿qué te parece?-No oculté mi irritación.
Hadden me mostró una fotografía en blanco y negro de unos futbolistas, entre ellos Gordon McQueen, dando una patada al balón. Pero el balón no se veía.
—¿Alguna vez haces estas cosas?
—No —mentí, sabiendo que el juego que estábamos a punto de jugar no me gustaba.
—«Dónde está el balón» —dijo Bill Hadden, editor— es la razón por la que el 39 por ciento de los hombres de clase trabajadora compran este periódico. ¿Qué te parece?
Di que sí o di que no, pero ahórrame esto.
—Interesante —volví a mentir pensando exactamente lo contrario, que el 39 por ciento de los hombres de clase trabajadora se han estado descojonando de tus investigadores.
—¿Y tú qué opinas sinceramente?-Hadden había vuelto a bajar la cabeza para mirar las fotografías.
Pillado con la guardia baja, genuinamente lelo.
—¿Sobre qué?
Hadden volvió a levantar la mirada.
—¿De verdad crees que podría ser el mismo hombre?
—Sí. Lo creo.
—Muy bien —dijo Hadden, y dejó la lupa—. El comisario jefe Oldman te recibirá mañana. No te dará las gracias por nada de esto. Lo último que quiere es disparar la alarma por un secuestrador de niñas. Él te pedirá que no escribas el artículo y tú aceptarás, y él se mostrará muy agradecido. Y un comisario jefe agradecido es algo con lo que todo corresponsal de sucesos del norte de Inglaterra debe contar.
—Pero... —Tenía una mano en el aire y me sentí estúpido viéndomela así.
—Pero luego seguirás adelante y prepararás toda la documentación de las chicas de Rochdale y Castleford. Entrevistas a las familias, si están dispuestas.
—Pero para qué, si...
Bill Hadden sonrió.
—Interés humano al cumplirse los cinco años o lo que sea. Y de esa manera, si tienes razón en esta historia, no nos quedaremos atrás en los puestos de salida.
—Ya —dije con el regalo de Navidad que siempre había querido, pero del color y el tamaño que no quería.
—Pero mañana no agobies a George Oldman —dijo Hadden volviendo a subirse las gafas sobre el puente de la nariz—. Este periódico tiene una excelente relación con el nuevo departamento de policía metropolitana de West Yorkshire. Me gustaría que siguiera siendo así, sobre todo ahora.
—Por supuesto —dije pensando ¿sobre todo ahora?
Bill Hadden se arrellanó en su gran silla de cuero y puso los brazos detrás de la cabeza.
—Sabes tan bien como yo que todo este asunto podría esfumarse mañana y, aunque no se esfume, para navidades estará enterrado de todas todas.
Me levanté, captada la insinuación, y pensé qué equivocado estás.
Mi editor volvió a coger la lupa.
—Seguimos recibiendo cartas sobre el Cazarratas. Buen artículo.
—Gracias, señor Hadden —abrí la puerta.
—En serio, tendrías que probar con uno de éstos —dijo Hadden dando golpecitos a una de las fotografías—. Se te daría muy bien.
—Gracias, lo haré. —Cerré la puerta.
Desde detrás de ella:
—Y no te olvides de hablar con Jack.

Uno dos tres cuatro, bajo las escaleras y cruzo la puerta:
El Club de Prensa, bajo la mirada de los dos leones de piedra, centro urbano de Leeds.
El Club de Prensa, de once años ya, y en los próximos días con la actividad propia de las navidades.
El Club de Prensa, sólo para socios.
Edward Dunford, socio, baja las escaleras y cruza la puerta.
Kathryn en la barra, un borracho desconocido le habla al oído, ella clava los ojos en mí.
El borracho farfulla:
—Y un león le dice al otro: «La hostia, qué silencio, ¿no?».
Miro hacia el escenario de verdad donde una mujer con un vestido de plumas canta con energía We've Only Just Begun. Dos pasos para un lado, dos pasos para el otro. El escenario más pequeño del mundo.
El nerviosismo me encoge el estómago, me hincha el pecho, un escocés con agua en la mano bajo el espumillón y las lucecitas de colores, un puñado de notas, pensando ESTO YA ESTÁ.
Camuflado entre los rojos y el negro de la decoración, Barry Gannon levantó una mano con gesto afectado. Cogí mi copa y dejé a Kathryn para acercarme a la mesa de Barry.
—Primero roban a Wilson, luego, dos días después, desaparece el cabrón de John Stonehouse.[6] —Barry Gannon alecciona a los tontos que le rodean.
—Y no te olvides de Lucky —sonríe complacido George Greaves, perro viejo.
—¿Y qué me decís del puto Watergate? —rio Gaz de deportes, aburrido de Barry.
Pillé un asiento. Saludo con la cabeza a todos los presentes: Barry, George, Gaz y Paul Kelly. El gordo Bernard y Tom el de Bradford, amigos de Jack, dos mesas más allá.
Barry terminó su pinta de cerveza.
—Todo está relacionado. Mostradme dos cosas que no estén conectadas.
—El equipo de Stoke City y la puta liga de campeones —volvió a reír Gaz, Don Deporte, encendiendo otro cigarrillo.
—Menudo partido el de mañana, ¿eh?-dije como aficionado al fútbol de media jornada.
Una furia auténtica brilló en los ojos de Gaz.

—Será un puto desastre si juegan como la semana pasada.
Barry se puso de pie.
—¿Alguien quiere algo del bar?
Asentimientos y gruñidos de todos, Gaz y George dispuestos a pasar otra noche hablando del Leeds United, Paul Kelly miró su reloj y movió la cabeza.
Yo me levanté y me acabé el escocés de un trago.
—Te echo una mano.
En la barra, Kathryn charlaba en el otro extremo con el camarero y Steph la mecanógrafa.
Barry Gannon apareció de la nada.
—Entonces, ¿qué plan tienes?
—Hadden me ha concertado una entrevista con George Oldman para mañana por la mañana.
—¿Y por qué no sonríes?
—No quiere que le agobie con casos no resueltos; sólo me deja recopilar alguna documentación de mierda e intentar entrevistar a las familias, si quieren recibirme.
—Feliz Navidad, señores padres de las desaparecidas, presuntamente muertas. Papá Noel Eddie se las trae a casa de nuevo.
Mensaje recibido:
Van a buscar a Clare Kemplay. Estarán presentes de todos modos.
—De hecho, tú les vas a ayudar. Catarsis. —Barry sonrió durante un segundo barriendo el local con la mirada.
—Están relacionados, lo sé.
—Pero ¿con qué? Tres pintas y...
Despistado, tardé en comprender de qué estaba hablando.
—Un escocés con agua. —Barry Gannon dirigió la vista hacia el otro lado de la barra, donde se encontraba Kathryn—. Eres un hombre con suerte, Dunford.
Culpabilidad y nervios de punta, demasiado escocés, insuficiente escocés, la conversación extraña.
—¿A qué te refieres? ¿En qué estás pensando?
—¿Cuánto tiempo tienes?
Que te den, estoy demasiado cansado para jugar a tu juego.
—Sí. Ya sé de qué hablas.
Pero Barry me daba la espalda y charlaba con un chaval del bar, flaco como un lápiz, con un traje granate y el pelo naranja cortado a capas; sus nerviosos ojos negros me miraban furtivamente por encima del hombro izquierdo de Barry.
Una puta mala copia de Bowie.
Intenté escuchar su conversación, pero Vestido de Plumas cantaba sin control Don't Forget to Remember en el diminuto escenario.
Miré al techo, miré al suelo, y otra vez a la barra.
—¿Lo estás pasando bien?-Kathryn tenía los ojos cansados.
Yo pensé, allá vamos.
—Ya conoces a Barry. Se pone un poco obtuso —susurré.
—¿Obtuso? Ésta es una palabra enorme para ti.
Ignoré la primera bofetada y fui a por la siguiente:
—¿Y tú?
—¿Y yo qué?
—¿Lo estás pasando bien?
—Oh, me encanta estar sola apoyada en una barra doce días antes de Navidad.
—No estás sola.
—Lo estaba hasta que llegó Steph.
—Podías haber venido con nosotros.
—Nadie me ha invitado.
—Es ridículo —sonreí.
—De acuerdo, ya que lo preguntas. Tomaré un vodka.
—Creo que te acompañaré.

El aire frío no ayudaba mucho.
—Te quiero —decía yo incapaz de mantenerme en pie.
—Venga, cariño, ya está aquí el taxi. —Una voz de mujer, la de Kathryn.
El ambientador con olor a pino tampoco contribuía.
—Te quiero —seguía diciendo yo.
—No vomite, haga el favor —gritó el taxista pakistaní dándose la vuelta.
Percibí su sudor entre los pinos.
—Te quiero —insistía yo.

Su madre dormía, su padre roncaba y yo estaba de rodillas en el suelo de su cuarto de baño.
Kathryn abrió la puerta, encendió la luz y otro trozo de mí se me escapó por la boca.
Cuando todo aquello subía dolía y quemaba, pero no quería que acabara nunca. Y, cuando por fin paró, me quedé mirando un buen rato el whisky y el jamón, y los trocitos en el retrete y en el suelo.
Kathryn puso las manos en mis hombros.
Intenté localizar la voz que decía dentro de mi cabeza, «realmente existe gente que siente lástima por él, nunca creí que eso fuera posible».
Kathryn deslizó las manos hasta mis axilas.
No quería volver a levantarme en la vida. Y cuando por fin lo hice, rompí a llorar.
—Vamos, cariño —susurró ella.

Desperté tres veces a lo largo de la noche con el mismo sueño.
Y todas las veces pensé: ya estoy a salvo, ya estoy a salvo, vuelve a dormir.
Y todas las veces el mismo sueño: una mujer en una calle de casas adosadas, con una chaqueta de punto roja muy ajustada, gritándome a la cara como una energúmena.
Y todas las veces un cuervo, o un pájaro por el estilo, grande y negro, aparecía en un cielo con mil tonos de gris y se lanzaba sobre su precioso pelo rubio.
Y todas las veces la perseguía por la calle, amenazando sus ojos.
Y todas las veces me despertaba congelado, muerto de frío, con lágrimas en los ojos.
Y todas las veces, Clare Kemplay me sonreía desde el techo oscuro.

Primer Capitulo de 1974 (Red Riding Quartet)

David Peace

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