Educación sentimental para la niña de tus ojos

Ramón Gomez de la Serna. Caprichos


Ramón Gomez de la Serna. Caprichos



LA MANO

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».


VERDADERA FALSA MUERTE DE CALÍGULA

Calígula quizá no murió así, pero debió morir así.
El bárbaro tetrarca —por ser tres veces brutal— ordenó que los que saliesen aquella noche con investidura roja fuesen muertos por sus centuriones.
El Implacable tenía aquella noche una cita proterva, y en la ofuscación de la prisa el muy idiota se olvidó de su propia orden y se embozó en la túnica roja, siendo muerto por su propia guardia al salir del palacio.


CLEPTÓMANA DE CUCHARILLAS

Era poderosa y aristocrática, pero tenía la obsesión de las cucharillas.
Es ésa una cleptomanía corriente sobre todo en los palacios reales, y por eso hubo reyes que cambiaron las de oro por otras de similor, para evitar que se llevasen tan costoso “recuerdo de S. M.”.
Poseía cucharillas de los mejores hoteles del mundo, de las casas más nobles —con el escudo en el agarradero—, y hasta algunas arrancadas a las colecciones napoleónicas.
Un día, sin poder resistir mi curiosidad, le pregunté qué se proponía almacenando tantas cucharillas.
Entonces la cleptómana me dijo en voz baja:
—Vengarme del mundo... Dejarlo sin una cucharilla... Que muevan el café con tenedor.


REVOLUCIÓN

Cuando la revolución está en su crepiteo más sangriento es cuando se oye gritar:
—¡A matar los pavos reales!
No sería una revolución completa y tan digna como debe ser si no se oyese ese grito que es el ex libris revolucionario:
—¡A matar los pavos reales!
Entonces la multitud se desparrama por palacios y zoológicos y no queda un pavo real vivo y con plumas.
Entonces —sólo entonces— comienza la contrarrevolución.


EL SUEÑO Y LA MUERTE

Al sentirse envarado por el sueño y la muerte se apresuró a irse a la cama.
Quería saber quién iba a llegar antes, si el sueño o la muerte, pero en mitad del pasillo cayó dormido para siempre.
El sueño y la muerte habían empatado en él su eterna jugada.


EL NEGRO CONDENADO A MUERTE

Aquel negro había tenido la avilantez de amar a una blanca y eso, en la pulcra yanquilandia, no se perdona.
Los jueces, que por algo se lavaban los dientes cuatro veces al día, pronunciaron una terrible sentencia condenatoria. El negro sería ejecutado por tres veces con macabra saña.
La noche de capilla fue aterradora para el pobre hombre empavonado, tan terrible que, cuando le llevaron a matar en la madrugada de ojos pitañosos, se había vuelto blanco.
Así como en la noche de la capilla última ha habido condenados que han encanecido por completo aun habiendo entrado pelijóvenes, el negro se había convertido en blanco.
En vista de eso, los jueces se reunieron en consejo urgente y como, al perder el color, el delito se había convertido en falta, optaron por casar a la pareja de blancos.



De Caprichos (1925)
Ramón Gomez de la Serna

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