Educación sentimental para la niña de tus ojos

Oskar A. H. Schmitz. Carnaval




Oskar A. H. Schmitz. Carnaval

traducción original de enlalistanegra


Hace treinta años, cuando todavía yo recibía las primeras lecciones en la escuela de placer, algunos nobles venecianos intentaron una vez poner de moda de nuevo la hermosa costumbre del carnaval del siglo XVIII. Se reunieron avanzada la noche, cuando los primeros y claros destellos aparecían sobre las lagunas, en Erberia, y se estimó un evento de gran elegancia, a pesar de que presentaba un sórdido aspecto. La gente se personó con disfraces hechos jirones, las flores colgaban del pelo suelto de las mujeres; las mejillas pálidas, los ojos parpadeantes debían contarles a los conciudadanos el fantástico cuarto de hora de embriaguez disfrutado apenas un momento antes. Amaban despertar los celos y las sospechas de los demás, y demostrarles que uno sabía cómo reírse de eso. No se necesita ser un gran conocedor del corazón humano para saber que muchos de los recién llegados no venían ni de fuera del salón de baile, ni de la mesa de juego, ni de los pequeños armarios secretos, sino que acababan de levantarse de la cama, y luego de haberse aprestado a su descuidado aseo, habían sacrificado la costumbre de su sueño matutino. Yo había pasado la noche en la Sala del Ridotto, bailando, jugando y bebiendo mucho. Mis atenciones se habían concentrado particularmente en una mujer que llevaba una máscara de seda amarilla. Su voz poseía un susurro cálido maravilloso. Sabía cómo arrimarse suavemente y dejaba brillar bajo el extremo de la máscara los grandes dientes blancos. Yo tenía dieciocho años de edad y a ella, por cómo iba vestida, la tomé al menos por duquesa.

- Llévame al Erberia-, me pidió hacia la mañana, y atravesé junto a ella la oscura y vacía plaza. Nos unimos a las parejas que reían mientras caminaban arriba y abajo por la orilla del canal, junto al Erberia.
- ¡Marchesina[1], yo te conozco!-, gritó un hombre enmascarado al pasar junto a mi dama.
Se trata sólo de una marchesina, pensé.
“¿Dónde está Ersilia?” preguntó pasando muy cerca una pierrette.
“Enferma, muy enferma” dijo mi compañera.
Atracaban en el Erberia muchos barcos que traían alimentos para el mercado. Una cortesana risueña compró a una campesina de Chioggia, por una moneda de oro, la humeante sopa de col matutina, cuyo olor aspiraron con placer todos los presentes.
“Tengo frío”, susurró mi amiga Dolcisa: “¡Ven a casa conmigo! Tú me gustas. “
“¿Quién eres tú?”, le dije boquiabierto por la sorpresa. Hasta aquel momento, había tenido todas las razones para sospechar que mi compañera era una dama de sociedad algo licenciosa.
“¡Qué tonto eres!” Sus ojos oscuros brillaban bajo la máscara. Me arrastró a una calle lateral.
“¿Eres realmente una marchesina?”, le pregunté tímidamente.
“Qué tontería, es un apodo.”
“¿Quién es Ersilia?” le pregunté tras una pausa.
“Oh, mi pobre hermana Ersilia”, suspiró ella, aunque sin demasiada afectación, “está muriéndose, le susurra a sus santos, y no ve lo que nosotros hacemos.”
Tuve miedo, sin saber por qué.
“Soy una buena chica”, continuó, “no regalo todo mi amor, aunque sea pobre”.
En aquel entonces creía poder contenerme. Su franca inocencia me encandiló.
Nos rodeó el aire frío, húmedo, de la mañana. Caminamos en silencio por los callejones oscuros y atravesamos numerosos canales estrechos. Dolcisa no quiso tomar una góndola de ningún modo. Nadie se cruzó en nuestro camino.

Finalmente entramos en el espacio de una pequeña plaza. Desde la esquina nos observaba fijamente un oscuro y viejo palazzo[2]. Dolcisa abrió un portal lateral excesivamente adornado y me empujó dentro. A nuestro alrededor la oscuridad era sofocante. Superamos un gran número de peldaños gastados que crujían. Al llegar delante de una puerta nos quedamos quietos.
“Espérame aquí”, susurró, “déjame que entre yo primero en la habitación y me cambie de ropa.”

Me besó en la oscuridad y cruzó la puerta. Me aproximé a una ventana enrejada, a través de la cual las primeras luces del crepúsculo penetraban en la escalera estrecha. Mi mirada se fijó en un ruinoso palacio, otrora ciertamente magnífico. ¿Era ella, quizás, una mujer que tan solo deseaba tener una aventura secreta durante el carnaval? Pues estos viejos palacios en ruinas se alquilan a menudo y en todas partes por un precio ridículo. Dolcisa me hizo esperar mucho tiempo. Tal vez no disponía del valor para llamarme, pensé, y por ello entré en silencio en la habitación. Estaba oscuro. Escuché un suave suspiro provenir de la esquina, y sentí como si alguien se revolviese en su lecho.
“Me está esperando”, me dije a mí mismo, “es amable por su parte hacer que la situación resulte tan llevadera como sea posible.”

Avancé hasta llegar al borde del lecho sobre el que la mujer yacía. Bajo mis besos gimió, se agarró a mí, y clamó a la Madonna. Este horrible fervor me asustó.
Puede que sea de Nápoles, deducí. Yo ya sabía que las mujeres de Venecia aman de una manera distinta, saboreando los besos muy despacio. Como suele ocurrir a menudo en estas aventuras rápidas, me sobrevino no diré repugnancia, pero sí la saciedad absoluta propia del momento que sigue al placer. Un impulso incontrolable de estar solo, en mis propios aposentos, se apoderó de mí, y me sentí como si este sentimiento habitual hubiese aumentado ese día desmesuradamente, como un criminal que ante la escena donde ha cometido un crimen sintiese horror. Me levanté de un salto, ella no me detuvo. Por la naturaleza de nuestro encuentro, pensé que convenía dejar un par de monedas de oro en su mano, la cual se cerró en un espasmo. Entonces me apresuré a salir. En la escalera escuché pasos detrás de mí.

“Ven ya, mi amor” llamó Dolcisa, “¿por qué te vas?”.

Dos brazos desnudos me rodearon. Una suave mejilla se apoyó, en la oscuridad, en la mía; un aliento joven, caliente sopló en mi cara. Sin oponer resistencia de nuevo me dejé llevar escaleras arriba. Dolcisa me condujo, a través de la estancia donde había estado antes, a una pequeña habitación contigua. A través de la claraboya se filtraba el tenue crepúsculo. Colgaban de una silla ropajes negros, y dos gruesas velas amarillas como la paja yacían encima.
“Esto es para Ersilia, para cuando se muera”, dijo Dolcisa. Su camisola blanca emanaba una luminosidad espectral.
“Enciende la luz”, le rogué un poco amedrentado.
“¡No, no! Es todo tan humilde y pobre. Nos vemos obligadas a vivir aquí arriba, puesto que las salas grandes son muy frías en invierno. Además, tendrían que remodelarse primero, pero hemos perdido nuestro dinero. “
»¿Eres una marquesa?”, le pregunté de nuevo, asombrado.
“Eso debe darte lo mismo. Tú eres un buen muchacho”.
¿La había ofendido? Se acercó a la pared, donde colgaba una imagen de cera multicolor de la Virgen María. Detrás de ella, tras un cristal rojizo, titilaba la llama de una lámpara de aceite cuyo fulgor teñía el panorama de un color rosado. Dolcisa sopló la llama.
“¿Qué estás haciendo?”

“Así la Madonna no verá lo que hacemos”.

Entonces vino hacia mí. Caímos sobre el lecho y esta vez saboreé el abrazo suave, profundo, algo indolente, de una verdadera veneciana.
Dolcisa se ​​levantó primero. Desnuda, entró en la otra habitación, en la que ahora también penetraba el crepúsculo. Se acercó a la cama en la que yo había yacido con anterioridad, y puso la mano bajo las sábanas.
“¡Muerta!”, exclamó de repente con un ligero sobrecogimiento. Impotente, se dejó caer de rodillas junto a la cama. La mujer, desnuda, rezó a la luz del alba.

Horrorizado, me levanté de un salto. Encendí una de las velas amarillo paja, sujeté la luz en alto y entré en la habitación contigua. Como paralizado permanecí de pie en la puerta, mientras la luz parpadeante iluminaba el lecho. Allí yacía, con ojos de mirada vidriosa, una joven y maravillosa mujer, de cuya cabeza se elevaba una masa de cabello oscuro y rizado, como una misteriosa nube. Era muy pálida, con una belleza solemne, inaccesible, como la estatua antigua de una divinidad. Dolcisa se ​​arrodilló ante ella apresuradamente, precipitándose en sus oraciones.

“Está muerta!”, exclamó, volviéndose, y una especie de dolor profundo se extendió por su voz ahogada en lágrimas. “Ella no era una pecadora como yo, ella ha muerto virgen”.
Temblando, se acercó. Dolcisa dejó que su mirada se deslizase sobre el cuerpo, cuyas magníficas y blancas formas yacían semidesnudas frente a nosotros.
“Ella era mucho más hermosa que yo”, suspiró ella, y me pareció que, con esta confesión repentina ante la muerta quisiese recuperar el tiempo perdido en su vida. Cerró los ojos de su hermana e intentó colocar los escuálidos brazos sobre su cuerpo. Entonces percibió un algo que brillaba entre los dedos cerrados sobre sí. Encontró las monedas de oro. Apenas pude mantenerme en pie; Dolcisa, sin embargo, dejó escapar un grito de alegría: “La Madonna ha sido compasiva, ha escuchado mi oración, ahora puedo darle a mi hermana una sepultura digna”.

Afortunadamente se sumió de nuevo en su oración.

Se había hecho de día. Me quedé impotente frente a aquella estampa. Le pregunté a Dolcisa si podía servirla en algo. Pero dijo que no, e inmediatamente se hundió de nuevo en la ferviente plegaria.
La dejé.
Durante dos días fui de aquí para allá angustiado. Ni en mi casa, ni tampoco en la calle, encontraba paz al pensamiento de que yo había abrazado la muerte. Al tercer día se apoderó de mí una curiosidad indomable. De nuevo busqué el barrio con la intención de indagar acerca de las habitantes del viejo palazzo. Cuando puse el pie en la pequeña plaza, vi una multitud que se había reunido alrededor de la puerta principal, abierta de par en par, del palacio. Un sacerdote salió a la calle con dos muchachos del coro. A continuación, fue conducido al exterior un ataúd negro que, decorado con arabescos de flores de plata, buscaba dar la impresión de magnificencia. Lo cargaron en una góndola de alquiler y esparcieron las pocas coronas de flores encima. Dolcisa lo siguió sollozando en un moderado, aunque llamativo lamento. Se subió a una segunda góndola acompañada de un caballero anciano y frágil de vetusta elegancia que le hacía parecer fuera de lugar. Algunas personas se subieron a una tercera góndola, y el cortejo fúnebre se deslizó silenciosamente a través de las lagunas. Yo lo había presenciado todo casi como anestesiado.

El susurro de los que estaban allí se elevó entonces en una animada conversación.
“Las pobres marchesinas”, dijo una anciana, “y antes de ellas – qué vida esplendorosa había en el palazzo, cuando aún vivía el viejo marqués …”
“Eran unos disolutos”, postuló la gruesa esposa de un panadero”, nadie quería relacionarse con ellos”.
“Contra Ersilia nadie puede decir nada”, dijo un hombre joven, “ella era virtuosa”. A continuación se alzó un tumulto de voces. “Tisis, una muerte lenta … Pobre Dolcisa, se queda sola … tan joven … aunque aún tiene al viejo tío … se procurará un destino mejor que el de ocuparse de la muerte … “

[1] En italiano en el original.
[2] En italiano en el original.


Via enlalistanegra.oskar-a-h-schmitz.hachis. cuentos
de Hachis. Cuentos (Haschisch. Erzählungen). Frankfurt am Main, Südwestdeutscher Verlag, 1902.
Schmitz, Oskar. A. H.

No hay comentarios :

Publicar un comentario

ir arriba